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Leído: «The Sense of an Ending», de Julian Barnes

Hace ya unos cuantos años que descubrí a Julian Barnes, como mucha gente, con El loro de Flaubert. Después llegaron, al menos para mí, Antes de conocernos e Inglaterra, Inglaterra, pero con el que más disfruté fue con Una historia del mundo en diez capítulos y medio, en el que Barnes deposita esa mirada llena de melancolìa y humor sobre una serie de temas unidos, más o menos, por el mar y el naufragio real o posible: el Diluvio Universal, La balsa de ‘La Medusa’, el viaje del St. Louis.

Portada del libroThe sense of an ending (Jonathan Cape, 2011, Anagrama lo publicará en español el próximo otoño) es la novela con la que Barnes ha ganado el premio Booker. No es larga (unas 150 páginas) y es, como decía la presidenta del jurado, Stella Rimington, una espía convertida en escritora, “un libro muy legible”.

El comienzo de la trama es relativamente sencillo, tres amigos de un colegio, un cuarto que se incorpora al grupo, sus relaciones con las mujeres, el final de la infancia, las pequeñas o grandes traiciones que se producen…

Pero sobre todo, Barnes reflexiona sobre dos elementos. El primerio es la memoria y su capacidad para configurar la historia (no solo la gran historia, sino también la personal):

«Aún leo un montón de historia, y por supuesto he seguido toda la historia oficial que ha sucedido durante mi propia vida; —la caída del Comunismo, la señora Thatcher, el 11-S, el calentamiento global— con la mezcla normal de miedo, ansiedad y cauto optimismo. Pero nunca he sentido lo mismo sobre esa historia —no he confiado en ella— como sobre la de Grecia y Roma, o el Imperio Británico, o la Revolución Rusa. Tal vez simplemente me siento más seguro con la historia sobre la que hay más o menos un acuerdo. O tal vez es la misma paradoja de nuevo: la historia que que ocurre bajo nuestras narices debería ser la más clara y en realidad es la más escurridiza. Vivimos en el tiempo, nos ata y nos define, y se supone que el tiempo mide la historia, ¿no? Pero si no podemos entender el tiempo, no podemos comprender sus misterios de paso y progreso, ¿qué oportunidad tenemos con la historia, incluso con nuestro pedazo, pequeño, personal y en buena medida indocumentado”.

El segundo elemento sobre el que gira el libro es el de que las palabras no son inocentes, y que aquello que decimos, aunque sea en un momento de ira o confusión tiene sus consecuencias.

«Por supuesto, no creo —no creía— en las maldiciones. Es decir, que palabras que producen acontecimientos. Pero la mera acción de nombrar algo que finalmente sucede —de desear un mal específico, y que ese mal termine ocurriendo— todavía produce un escalofrío de ultratumba. El hecho de que el joven yo que maldijo y el viejo yo que observó el resultado de la maldición tuvieran sentimientos distintos —eso era monstruosamente irrelevante».

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