Leído: ‘Censors at work’, o cómo a los censores les gustan los libros y la literatura
«Rechazar la censura como una cruda represión ejecutada por burócratas ignorantes es equivocarse. Aunque varía grandemente, normalmente era un proceso complejo que necesitaba talento y formación y que se extendía profundamente en el orden social». Esta conclusión de Robert Darton, un historiador estadounidense especializado en la historia del libro, en Censors at Work: How States Shape Literature (Censores trabajando: de cómo los Estados dieron forma a la literatura), marca el tono del volumen, con una idea que puede ser sorprendente: a los censores les gustan los libros y la literatura. El volumen (que cuenta con una edición en México a cargo del Fondo de Cultura Económica) no es una historia general de la censura de libros, sino tres estudios paralelos de la censura en tres momentos históricos diferentes: en la Francia del siglo XVIII, en la que empiezan a notarse los aires que llevarán a la Revolución de 1789, la administración imperial británica de la India, en el siglo XIX y comienzos del XX y la censura en la República Democrática Alemana, especialmente en los años previos a la caída del Muro de Berlín. En los tres casos son momentos en los que quienes desafiaban a la censura podían afrontar la cárcel, grandes multas o el exilio, pero, en general, ya no arriesgaban su propia vida, como sí ocurrió en otras fases de la historia.
El objetivo de Darnton es hacer hablar a los propios censores, a través del registro que dejaron en sus expedientes burocráticos, y, en el caso de la RDA, en un sentido más literal, ya que entrevistó pocos meses después de la caída del Muro a dos de los censores del organismo del Ministerio de Cultura encargado de la edición y venta de libros.
Censura y literatura en Francia
El libro comienza con un relato de cómo funcionaba la censura en la Francia prerrevolucionaria, en una época en la que el debate sobre el poder, la religión y la sociedad era efervescente. Era un momento en el que la publicación de un libro requería un privilegio real, y los censores interpretaban que no era meramente una autorización: se trataba de un respaldo al libro, por lo que éste tenía que superar unos estándares de calidad y ajustarse a lo que podía publicarse en términos de política o religión. Al hacerlo, los censores «lejos de sonar como centinelas ideológicos escribían como hombres de letras, y sus informes podrían considerarse una forma de literatura».
«La mayor parte de los censores parecen haberse tomado su tarea seriamente y haber trabajado duro. Al examinar un tratado sobre comercio y tasas de cambio, uno de ellos corrigió la ortografía y rehizo buena parte de los cálculos. Otros generaban listas de errores de hecho, arreglaban la gramática fallida, señalaban errores estilísticos y se tomaban un cuidado especial en señalar frases que pudieran resultar ofensivas. A menudo ponían objeciones a la aspereza en el tono, al defender un ideal de moderación y propiedad (‘bienséances’). En estos casos, anotaban las mejoras que sugerían».
Por supuesto, había un control ideológico, sobre todo en lo que se refería a la protección del Rey, la Iglesia o la política exterior de Francia, lo que hacía que las obras claramente contrarias a los principios que se esperaban ni siquiera se sometían a la censura. Sin embargo, además de las obras publicadas bajo privilegio real, había una serie de autorizaciones menores, como permisos tácitos, permisos simples o tolerancias, que permitían que los libros viesen la luz de una forma más o menos legal, con un doble objetivo. Por una parte, quienes ocupaban lo que hoy llamaríamos la dirección general del libro, no querían que el negocio de la impresión de esos volúmenes fuera a imprentas holandesas o suizas. Por otro, eran conscientes de que «un hombre que leyera sólo libros que aparecieron originalmente con la sanción explícita del gobierno, tal y como establece la ley, estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos».
La frase que cita Darnton es de Malesherbes, un jurista que ocupó el cargo y que avaló la publicación de la Enciclopedia de Diderot, hasta el punto de que, cuando fue prohibida, Diderot guardó los originales en su casa. No fue el único caso de un censor que se pasó al otro lado. Un inspector de librerías adquirió tal dominio del mercado clandestino de libros durante sus redadas que terminó organizando ediciones completas de libros prohibidos, de los que se incautaba de unos pocos ejemplares, para vender el resto a través de intermediarios. Uno de éstos le denunció, y murió en prisión.
Porque lo cierto es que la publicación y el tráfico de libros prohibidos era un negocio peligroso y la policía se tomaba muy en serio su tarea de descubrir cómo se estaban distribuyendo en París y en el resto de Francia.
Liberalismo e imperialismo en la India
Cuando la Corona británica se hizo cargo del gobierno de la India en 1858, al tomarlo de manos de la Compañía de las Indias Orientales, hacía más de siglo y medio en que la censura previa a la publicación había desaparecido de la legislación inglesa, y no se implantó en la India.
Sin embargo, la administración británica mantenía un control de todos los libros publicados, tanto en inglés como en las lenguas nativas, a través de un catálogo, éste sí en inglés, en el que, además de los datos de autoría y técnicos del libro, se anotaban, en la columna 16 del formulario, unas observaciones. «Para 1875, la columna 16 empezaba a leerse como la columna de una revista, y las observaciones se habían convertido en críticas literarias», dice Darnton.
El registro de los libros (que servía para determinar los derechos de autor) incluía obras de todo tipo, pero muchas de ellas eran novelas policíacas, reescrituras de historias de la mitología hindú, almanaques o textos para representarse en público. Porque, aunque la mayor parte de la población era analfabeta, lectores y actores profesionales o aficionados llevaban a una audiencia mucho mayor el contenido de los libros.
Aunque no tenían capacidad de influir en la publicación de libros, los registradores sí que expresaban la opinión de las élites culturales indias sobre lo que se publicaba en el país.
«Quienes mantenían los catálogos actuaban como guardianes de la llama de la cultura, el equivalente indio de la edad dorada de Grecia. Identificaban la civilizacion con la sanscritización, o lo que asumían que era una cepa cultural que conducía a un mundo antiguo de pureza clásica».
Al comienzo del siglo XX empezó a desarrollarse un ambiente de rebelión entre ciertos grupos indios. Los gobernantes británicos sí empezaron a actuar entonces contra los libros que consideraban peligrosos, amparándose en las leyes que permitían actuar contra el libelo y la sedición. No se implantó una censura previa, pero había duras penas de cárcel para quienes violaran la ley. Como es habitual en estos casos, «los hombres que estaban sobre el terreno parecían contemplar la libertad de expresión como un lujo occidental que haría imposible el gobierno de la India».
El problema era cómo evaluar, por parte de jueces ingleses y en procesos que se desarrollaban en inglés, obras habitualmente escritas en otros idiomas, como el bengalí, por lo que los tribunales «se convirtieron en un campo de batalla hermenéutico» y los juicios tenían: «todo lo que uno podía encontrar en una clase moderna de poesía: filología, campos semánticos, patrones metafóricos, contextos ideológicos, la respuesta del lector y comunidades interpretativas». A pesar de que la línea de defensa de los abogados era en ocasiones que se había entendido mal el texto, los jueces estaban más que dispuestos a ver sedición en las líneas que les presentaban.
Negociación y represión en la RDA
La película La vida de los otros, en la que un capitán de la policía política de la RDA, la Stasi, escucha las conversaciones que se desarrollan en el apartamento en el que viven un dramaturgo y su esposa, una actriz a la que quiere seducir el ministro de Cultura, sirve de marco para el ambiente de negociación y represión que también refleja Darnton en su libro.
Oficialmente, la censura no existía en la Alemania comunista, pero el control que tenían el Gobierno y el Partido Socialista Unificado (SED) sobre las editoriales hacían que nada pudiera publicarse sin su consentimiento. Es más, existía, para cada año, una planificación sobre cuáles serían los libros que publicarían todas las editoriales y de qué modo encajaban en el plan ideológico del Partido, En una ocasión, «los autores del Plan confesaban que no habían conseguido producir un suministro adecuado de historias sobre trabajadores de fábricas y conductores de tractor, pero compensarían esta carencia publicando antologías de literatura proletaria más antigua».
El relato que hace Darnton es el de cómo intentaban los autores sortear la censura en un régimen sorprendentemente sensible a la opinión pública (ya que buena parte de la población podía acceder a la radiotelevisión de la la Alemania federal). Las historias que cuenta son las del tira y afloja entre los autores, las editoriales y las autoridades, en unos casos para conseguir que sus obras fueran publicadas de la forma más fiel al original y, en el caso de las autoridades, que a veces mostraban una cierta simpatía con los escritores, que intentaban justificar por qué se había publicado un libro moderadamente crítico con el régimen.
Los escritores que tenían que dar informes sobre los originales se ayudaban en ocasiones unos a otros, porque, en realidad, quienes más problemas daban eran quienes eran, de una forma u otra, los más cercanos al régimen. Wolfgang Hilbig, que trabajaba en una caldera y debía ser un ejemplo de poeta proletario. Pero su poesía era deprimente. Stephan Hermlin, que oscilaba entre las críticas y la fidelidad al régimen, escribió, al presionar para que se publicara una de sus obras, que «si los poetas tuvieran que pasar una prueba de alegría, poco quedaría de la literatura alemana».
La historia de la publicación de Hinze-Kunze-Roman, de Volker Braun, es un ejemplo de lo tortuosa que podía ser la edición de una novela (y de cómo el Gobierno y el Partido no tenían todos los triunfos en la mano). En 1981, Braun dio forma definitiva a un relato en la que sus dos protagonistas eran un alto cargo de partido, obsesionado con las mujeres, y su chófer, que debía llevarle y traerle en sus aventuras, y que termina compartiendo con él a su mujer. La novela no era un ataque tan claro al partido como sugiere la sinopsis, pero Braun tuvo que ir limando los episodios más duros. Al final fue publicada. «A pesar de una lucha larga y dura no hemos conseguido que el autor hiciera cambios que nos parecían esenciales», decía un informe de la editorial. Braun era lo suficientemente conocido a los dos lados del muro como para que la prohibición de una novela suya fuera un escándalo. Se publicó, hubo protestas del partido, se paró la distribución y parte de la edición fue destruida. Oficialmente se había agotado. Braun pudo seguir viajando al Oeste.
En un claro paralelismo con los censores de la Francia del XVII, Darnton alaba las cualidades técnicas de los censores de la RDA.
«Sería engañoso, sin embargo, reducir la función de los editores a la de ser porteros ideológicos. Dedicaban mucha atención a las cualidades estéticas de los manuscritos, trabajando de forma cercana con los autores para mejorar la redacción y fortalecer la narrativa. Por lo que uno puede decir tras leer sus informes, eran críticos inteligentes y bien formados que tenían mucho en común con editores de Berlín Occidental o Nueva York. Buscaban el talento, trabajaban duro sobre los borradores, elegían los lectores externos más apropiados y guiaban los textos a través de un complejo plan de producción».
En sus conclusiones, Darnton desmiente la frase de Leo Strauss de que los censores son estúpidos por naturaleza, porque son incapaces de ver lo que se lee entre líneas. «Estos estudios prueban lo contrario», asegura.