Vista: ‘The Americans’ y la ética de la guerra (fría)

Las conversaciones de Elizabeth y Phillip en la cocina: ¿preparando una operación, o hablando de la educación de los hijos?
The Americans, la serie sobre una pareja de espías de la KGB que tiene que construir una vida como matrimonio en el Washington de tiempos de Reagan, ha entrado en su tercera temporada. Fox España, quizás por mantener la coherencia con la serie, la ha estrenado casi en la clandestinidad, en versión original, y un par de días después de su emisión en Estados Unidos.
La serie refleja el ambiente político que se vivía a comienzos de los años ochenta y de la que participábamos los que éramos entonces adolescentes tardíos. El primer episodio empieza con el comienzo del mandato de Reagan, en 1981. No habían pasado dos años del derrocamiento del Sha de Irán, las revoluciones contra las dictaduras de Nicaragua, El Salvador o Guatemala hacían de Centroamérica un polvorín y unos meses antes Estados Unidos había boicoteado las olimpiadas de Moscú por la invasión de Afganistán. Y la posibilidad de una guerra nuclear no estaba descartada: en 1979, la OTAN había adoptado su famosa doble decisión: desplegar misiles en Europa mientras llamaba a una negociación entre EEUU y la URSS.

Keri Russell y Matthew Rhys, en una sesión fotográfica para la revisa ‘GQ’. Podría ejemplificar el eslogan de la primera temporada: «Todo vale en el amor y la Guerra Fría».
Phillip y Elizabeth (interpretados por unos espléndidos Keri Russell y Matthew Rhys) son soldados en guerra y, como tales, tienen una parte de la ética en suspenso (es la misma excusa que se suelen dar terroristas y torturadores, por ejemplo en Homeland). Son patriotas: están disfrazados, y, aunque eso les prive de la protección que da la Convención de Ginebra a los uniformados (bueno, de hecho el KGB estaba estructurado militarmente y sí tenían uniforme), pueden robar y matar a sus enemigos si eso contribuye a la victoria. En realidad, su actividad como espías nunca les crea problemas éticos, mientras quede confinada al enfrentamiento, por decirlo así, entre militares: el KGB por un lado, el FBI (que es el que tiene la jurisdicción de contraespionaje en EEUU) y la CIA por otra. Su brújula moral está muy clara, algo que no ocurre con otros personajes de la serie, especialmente en el caso de Stan Beeman, el agente del FBI al que interpreta Noah Emmerich. Otra cosa es cuando eso se desborda y las decisiones que toman en su vida terminan afectando a otras personas o, como se plantea desde el final de la segunda temporada, a su familia.
Dicho de otra forma, es la vieja diferencia entre la deontología profesional o la ética. Siempre me ha gustado como ejemplo el caso de Sparafucile, el asesino a sueldo que contrata Rigoletto para que asesine al Duque de Mantua. Maddalena, la hermana de Sparafucile, enamorada del duque, quiere evitar el crimen, y le sugiere que mate al bufón jorobado: salvará a su amante y cobrarán el total de la prima. Sparafucile se indigna.
¡Matar a ese jorobado!
¡Qué diablos dices!
¿Soy acaso un ladrón?
¿Soy tal vez un bandido?
¿A qué otro cliente
he traicionado?
Me paga ese hombre
y le seré fiel
Es curioso, pero en la ficción lo que diferencia, en general, a los asesinos en serie de los asesinos a sueldo (todos, al cabo, criminales en masse) es que los primeros están rodeados de un cierto misticismo, mientras que los segundos vienen a ser verdaderos ascetas. Desde Hannibal Lecter a Norman Bates, desde las viejecitas de Arsénico por compasión al Jean Baptiste-Grenouille de El Perfume, pasando, por supuesto, por Dexter o el anónimo protagonista de Seven, los asesinos en serie tratan de servir a un impulso que tiene algo de superior por inevitable. En cambio, los asesinos a sueldo, de Léon a Chigurh, a Jonathan Hemlock de La sanción del Eiger o al Michael Sullivan de Camino a la perdición, son en general ascetas que normalmente no obtienen más satisfacción de sus crímenes que la del trabajo bien hecho. Y su salario, por supuesto.
La serie puede verse también como una reflexión sobre la posibilidad de que un matrimonio concertado tenga éxito. ¿Es imprescindible que el amor preceda a la convivencia? ¿O basta con tener una identidad de propósitos y la obligación de servir (normalmente a los intereses familiares, en este caso a la patria, o a la ideología) para construir un matrimonio?