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Leído: ‘The Sleepwalkers’, de Christoper Clark.

Conforme se acerque, en junio del año que viene, el aniversario del asesinato de Sarajevo y, semanas más tarde, del estallido de la Primera Guerra Mundial, se irán publicando más libros sobre un conflicto que en España siempre hemos sentido lejano, no sólo en el tiempo, sino, sobre todo, por una neutralidad que nos dejó (afortunadamente) al margen de la historia.

The Sleepwalkers: How Europe Went to War in 1914 (Los sonámbulos: como fue Europa a la guerra en 1914) es un detallado relato de los acontecimientos que llevaron al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. Desde que el Tratado de Versalles estableció que la culpa del conflicto había recaído en Alemania, casi toda la historiografía ha mantenido que fue el expansionismo alemán el responsable de la guerra (en su epílogo, Clark hace una referencia al debate historiográfico). Christopher Clark dibuja un panorama mucho más complejo, empezando por los asesinatos, en 1903, del rey Alejandro y la reina Draga de Serbia. El irredentismo serbio, y la constitución de lo que hoy llamaríamos un estado terrorista (o algo que se le parece mucho) en los Balcanes, conduce al asesinato del archiduque Fernando, heredero del trono de Austria-Hungría, en Sarajevo, el hecho que está en el origen de la Primera Guerra Mundial.

Clark no solamente hace hincapié, como es habitual, en el sistema de alianzas que hizo que lo podía haber sido un conflicto entre Serbia y Austria se convirtiera, en una conflagración generalizada. El historiador australiano, profesor en Cambridge, repasa las situaciones políticas de los diferentes países, y de sus dirigentes, y sus motivaciones para entrar en guerra y analiza también algunas cuestiones prácticas (como la gran dificultad de detener o modificar los planes de movilización) que también se pusieron del lado de la guerra en esas semanas.

En realidad, atribuye un papel mucho más activo a Austria, Rusia y Francia que a Alemania y el Reino Unido, que, en su relato, se ven arrastradas a la guerra de una forma mucho menos voluntaria que en el relato estándar. Sin embargo la decisión germana de atacar Francia y violar la neutralidad de Bélgica, hacen que Alemania se encuentre al final de la guerra con una pistola humeante en las manos y que atribuirle en exclusiva la culpa de la guerra no fuera tan difícil. (Por cierto, el historiador inglés Gary Sheffield parece estar pensando en Clark cuando escribe esta crítica a la respuesta de una ministra inglesa que no quiere culpar a nadie de la guerra).

El libro también reflexiona sobre la falta de voces que se alzaron contra la guerra.

Más fundamentales (y más difíciles de medir) fueron los cambios en la metalidad que se articularon no en los llamamientos de los chauvinistas a la firmeza o a la confrontación, sino en una profunda y extendida disposición a aceptar la guerra, concebida como una certeza impuesta por la naturaleza de las relaciones internacionales. El peso de esta disposición acumulada se manifestaría durante la crisis de julio de 1914, no en la forma de agresivas declaraciones programáticas, sino en el elocuente silencio de esos líderes civiles que, en un mundo mejor, podrían haber señalado que una guerra entre las grandes potencias sería la peor de las cosas.

Del libro no hay traducción española y, como reflexionan en el foro especializado Novilis es posible que nunca la haya.

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